Simplificando las cosas, hay tres corrientes: la prohibicionista o neoludita (“no demos acceso hasta los 18”), la restrictiva (“pongamos límites y condiciones por edades”) y la libertaria (“libre acceso y autorregulación”). Por fortuna, cuanto escarbamos un poco comprobamos que existen algunas ideas en las que los tres grupos están más o menos de acuerdo. Vayamos primero con esos consensos y con las evidencias que hay en la materia, porque a partir de ambas cosas es más fácil tratar de estructurar un diagnóstico y algunas propuestas.
Interferencias en el desarrollo
Hay un acuerdo bastante amplio entre psicólogos clínicos y pedagogos en que la presencia constante de móviles en la vida de los menores interfiere en su desarrollo, y también en que esta interferencia comienza a notarse ya incluso en la etapa preescolar (antes de los 6 años). La Associació Catalana de Llars d’Infants (guarderías) hizo en 2023 una encuesta en 110 guarderías de su red: en el 80 % de los centros se detectó una correlación clara entre el tiempo de sobreexposición a pantallas y el nivel de retraso global de desarrollo del menor, y, comparando con algunos estudios anteriores, también se vio que la claridad de esta correlación se acentúa cada año.
Desde la Sociedad Española de Neurología se señala que hasta el momento no se han podido verificar cambios estructurales en el cerebro derivados del uso de móviles, pero debe tenerse en cuenta que el periodo transcurrido y en estudio aún es corto y no supone una base suficiente. No obstante, sí señalan que ya hay evidencias de incremento de sintomatología ansiosa o depresiva y de afecciones de la capacidad de atención.
Por el momento, estos síntomas se achacan al tiempo de dedicación y no al contenido en sí (sobre el que aún no hay análisis detallados), y los expertos aún no detectan diferencias con los fenómenos registrados en el pico de uso de los videojuegos a inicio de siglo.
En esa misma línea, el informe GEM 2023 de la Unesco señala que el uso sin límites de móviles afecta negativamente a la alimentación, el sueño, la salud mental y la ocular, y es además causa de sedentarismo, todo lo cual se traduce en la aparición de síntomas depresivos y peor rendimiento académico.
Según una encuesta de la Sociedad Española de Pediatría hecha en 2016 (y cuyos resultados, ocho años después, nos tememos que solo puedan haber ido a peor), 7 de cada 10 niños que cursan Primaria -entre 6 y 12 años- comen o cenan con una pantalla delante. El psicólogo clínico Francisco Villar, una de las voces destacadas en la materia, usa esto como ejemplo para señalar que ese extendido hábito familiar, que puede parecer común e inocente, se traduce de forma inmediata en carencias manifiestas de los niños, que no adquieren las herramientas de gestión emocional, tolerancia a la frustración, a la espera y al aburrimiento, etc.… que normalmente pueden desarrollarse a esas edades.
Se usa la pantalla como recurso para que el niño coma o esté callado en un viaje o restaurante, pero esa herramienta de [supuesta] ayuda en realidad está interfiriendo en el desarrollo de los recursos que el menor necesita para afrontar la vida cotidiana, y se le está incapacitando para el desarrollo de sus propios recursos de paciencia, aceptación de límites, uso de la imaginación y capacidad de entretenimiento en solitario. Y todo esto sin entrar aún en el contenido que puedan estar viendo (enseguida iremos con eso).
Pertenencia al grupo y validación digital
En Primaria, el grupo y los amigos aún no son lo más importante, pero si nos movemos al segmento adolescente, donde sí lo son, vemos que hoy en día para ellos el verdadero grupo ya no es el físico, el del patio o la calle, sino el digital: el que no está en determinada plataforma ya no pertenece al grupo y ya no recibe la validación digital del resto, esa aprobación y aceptación social que, con sus propios problemas, antes se ganaba cara a cara en el banco de la plaza y que ahora ya solo se obtiene en redes.
Esta servidumbre hace que para muchos menores resulte imposible no estar presente en ellas, y que, estándolo, acepten lo que emana de las redes sin discriminación alguna y como un peaje de pertenencia al grupo, incluso aceptando el acoso online que llega a veces como respuesta. Ya hay estudios que concluyen que los adolescentes que pasan más tiempo ante pantallas tienen mayores probabilidades de desarrollar problemas de salud mental, y que esto se comienza a traducir en niveles profundos de infelicidad, baja autoestima, sentimiento de soledad y prevalencia de ideas suicidas -estas últimas en constante aumento; en 2021, casi un tercio de los adolescentes en EE. UU. admitió haberlas tenido-.
Con la adolescencia, a los problemas que causaba la pantalla puesta delante del niño pequeño mientras come se le van añadiendo otros, y todos juntos se traducen en grandes dificultades para la adquisición y uso solvente de habilidades básicas para afrontar la vida: deficiente comprensión de información e imágenes, no adquisición de pensamiento crítico (y muchas veces, ya ni siquiera del hábito de discurrir, porque es más fácil buscar algo que intentar deducirlo o recordarlo), credulidad ante la desinformación y la propaganda escaso entendimiento de la diferencia entre realidad y ficción, deficiente comprensión de la sexualidad, normalización de los juegos de azar, compulsividad en las compras, enormes carencias en el desarrollo de habilidades sociales de relación y empatía, falta de atención y de concentración, que inhabilita para la lectura en profundidad, fracaso escolar, falta de disciplina doméstica, etc.… Lamentablemente, la lista es larga.
Puede decirse que muchos de estos problemas afectan también a los adultos. Eso es cierto, no puede negarse, pero a los adultos se nos supone ya cierta madurez, experiencia y capacidad de contraste y, sobre todo, conciencia de nuestra responsabilidad sobre los propios actos.
Era un lugar común -aunque sin soporte científico suficiente- decir que los menores ya eran nativos digitales, que sus cerebros se desarrollarían de forma diferente y que sus habilidades para la multitarea los harían capaces de procesar información a través de soportes digitales de forma más eficiente que con el soporte analógico de papel.
Ese lugar común, multiplicado por el entorno de cada uno, hizo que la mayoría de las familias entregara un móvil a sus hijos menores sin reflexión previa y sin pensar en los posibles daños. También las escuelas abrieron sus puertas a los nuevos dispositivos, y parecía una buena opción usar el móvil o la tablet en ellas. En ambos lugares, casa y escuela, faltó reflexión, y además la pandemia no ayudó a tenerla.
Es ahora, transcurridos unos años, cuando encontramos cada día ejemplos de ese catálogo de malas consecuencias, y es ahora cuando lo afrontamos, y la primera reacción suele llevar a culpar a la tecnología y a las compañías del sector. Pero este un asunto complejo, donde no hay solo buenos y malos, sino responsabilidades para todos.
Jordan Shapiro, experto en alfabetización digital, es una de las voces que sostiene que lo que debe hacerse no es alejar a los niños de los móviles, sino enseñarles desde muy pronto (3 años), porque en edades anteriores a los 8 años los hijos aún reaccionan a las pautas y consejos que les dan los padres, cosa que la biología se encarga de hacer más difícil a partir de los 12 o los 13 años, edad en la que en España un 94% de los niños disponen ya de móvil. No obstante, Shapiro reconoce que esto requiere una muy generosa y constante involucración de los padres, y una adecuada preparación previa.
Enuncia además un principio sobre el que es oportuno reflexionar: la educación consiste precisamente en convivir con el contexto que a cada uno le toca, adaptándose a él. Igual que nos habituamos a tecnologías anteriores, ahora la sociedad es digital y lo digital está presente en todos los ámbitos de la vida, y por ello defiende que se debe educar a los menores en eso, porque, guste más o guste menos, es ya parte de su vida, y parece difícil que pueda dejar de serlo. Aislarles de la tecnología no les beneficiará, así que deben disponer cuanto antes de competencias suficientes para afrontarlo.
Algunos psicólogos coinciden con este enfoque, señalando que hay que familiarizarles desde pequeños sobre el uso de las tecnologías, pero quizá no dando la propiedad del teléfono al menor, sino facilitándolo sólo cuando sea necesario su uso para una tarea académica o para algún tipo de entretenimiento tasado. Sería algo similar a los límites que se ponían para ver la tele o jugar a “la play”.
El problema no es la tecnología
En esto parece haber consenso también: el problema no es la tecnología, sino el uso que se le da y los límites que se le ponen. Alguien dijo que la educación de un niño debe apoyarse en dos pilares: ternura y límites, y con los móviles muchas veces no se fijan límites que sí se fijaron en generaciones anteriores con las consolas o la televisión. Muchos padres prefieren pensar que, por alguna especie de mecanismo mágico, sus hijos van a usar bien todo lo que está a su alcance, y esto no es así. Muchos padres quieren pensar que sus hijos no verán porno ni propaganda extremista, que no acosarán a compañeros vía redes sociales, etc.…
Dos evidencias al respecto: Save the Children señala que 7 de cada 10 menores consume porno de forma regular (y 9 de cada 10 lo ha hecho alguna vez). El mismo estudio señala que más de la mitad cree que es la forma de aprender sobre sexo, y casi un tercio señala que es su único modo de hacerlo. Frente a esto, un informe de la Universidad de Baleares indica que mientras ese 90% de menores ha visto porno, menos del 15% de los padres son conscientes de que sus hijos lo hacen. Ese pensamiento mágico de los padres, ese pensar que los problemas sólo acechan a los hijos de los demás, tiene consecuencias, y evidencia que aquí sucede algo de mayor calado.
En el caso del porno (que causa en el cerebro de un menor diversas distorsiones entre realidad y ficción, banaliza la violencia y las prácticas de riesgo, etc.), hay acciones concretas que pueden emprenderse: educación sexual y afectiva en casa y en la escuela, filtros digitales, etc.
Movimiento social y marco normativo
Hoy hay cierta efervescencia normativa y una sensación ambiental de urgencia por regular estos asuntos. El impulso inicial que ha creado este estado de opinión parte de la actividad de grupos y asociaciones de padres. En Cataluña, donde el movimiento asociativo de padres es más fuerte que en el resto del país, surgieron en 2021 diversos grupos, primero por WhatsApp y luego por Telegram, que se fueron extendiendo por toda España y que reclamaban la prohibición de acceso, bien hasta los 12 o bien hasta los 16 años, y que pedían que en todo caso se combatiese la normalización del hecho de que un niño de 12 años tenga un móvil: los datos de Instituto Nacional de Estadística son elocuentes al respecto: en 2022, el 75 % de los niños y niñas de 12 años tenía un teléfono inteligente, pero a los 13 el porcentaje subía hasta el 94 %.
El INE no detecta diferencias de porcentaje de uso dependiendo del nivel de renta, lo que señala que es un fenómeno transversal. Y no es solo el acceso, sino el uso: según el informe GEM 2023 de la Unesco, desde 2010 en España se ha duplicado el tiempo diario que los adolescentes pasan conectados: los que tienen entre 15 y 16 años dedican dos horas y media, pero los de entre 12 y 14 años les superan: casi tres horas y cuarto. Un 90,8% de los adolescentes se conecta casi todos los días a Internet y el 98% está registrado en alguna red social.
Estos grupos y movimientos de padres, autogestionados a través de las redes, se han ido traduciendo en debate público y también ya en peticiones concretas de regulación legal: la más sonora, que reclama prohibir totalmente el uso a menores de 14, creció en Change.org, y ha sido presentada ya en el Congreso.
Se pide prohibir; palabras mayores. Esa posibilidad debe observarse con cautela. Echemos un vistazo a lo que está sucediendo en el plano normativo, reflejo siempre necesariamente retardado de la realidad social.
Sólo hay un país relevante que regule el uso del móvil en casa: China, que quizá no nos sirve de ejemplo pero que ilustra la situación y nos da alguna pista: para su gobierno, el problema no son los contenidos (existe una estricta y eficiente censura en internet), sino la cantidad de horas de uso y las adicciones que genera. Desde el 1 de enero de 2024, los niños entre 8 y 16 años sólo pueden utilizar el smartphone dos horas al día, y los menores de 8 años, 40 minutos. A partir de las once de la noche y hasta las seis de la mañana no pueden conectarse a internet; el acceso a videojuegos se limita a tres horas al día y exclusivamente durante el fin de semana. La finalidad alegada de estas medidas es el fomento de la concentración de los menores, que debería redundar en una mejora de su rendimiento académico.
Fuera del caso chino comienza a ser habitual que se regule el uso en las escuelas: en muchos países existen prohibiciones y restricciones diversas en las aulas (Holanda, Alemania), en otros se regresa al libro físico como soporte escolar tras años de exclusividad de los medios digitales (Suecia), etc.
En España no hay aún una regulación estatal, y solo algunas comunidades autónomas han regulado el uso de los móviles en el ámbito escolar, prohibiendo o limitando su uso: Castilla-La Mancha, que fue pionera en 2014, Galicia después, y Madrid desde el inicio del curso 20-21. En los tres casos hay excepciones sobre su uso como herramienta didáctica. A finales de diciembre de 2023 se unieron a este grupo Andalucía y Murcia.
El movimiento social ha hecho visible el problema, y, mientras se sigue debatiendo y esperando una normativa común, muchos centros de enseñanza han acogido lo que piden los padres y han adoptado normas propias que prohíben el uso del móvil en el espacio académico. Otros también lo limitan en las horas de descanso o recreos, tratando de fomentar así que los alumnos se comuniquen físicamente y que se eviten algunos conflictos que derivan del uso de redes sociales. Según datos recogidos en escuelas de primaria y secundaria en Cataluña, un 23 % de centros prohíbe el uso y más de la mitad tiene normas que lo regulan.
Pero, como decíamos, el debate público reciente genera ya movimiento normativo: en diciembre de 2023, el Ministerio de Educación propuso a todas las CCAA en la Conferencia Sectorial de Educación avanzar por este camino, vetando el uso del teléfono móvil en Primaria y permitiéndolo en Secundaria (con sujeción al proyecto educativo de cada centro y quedando no obstante limitado su uso durante los recreos).
El pasado 25 de enero de 2024 el Consejo Escolar del Estado aprobó por unanimidad la propuesta, y el Consejo de ministros de 30 de enero aprobó iniciar un proceso de consulta con 50 expertos, que deberán tener listo en 6 meses un informe y una hoja de ruta con acciones concretas que promuevan un entorno digital seguro para los menores.
Esa puerta abierta al uso como herramienta o medio educativo encaja plenamente con la incorporación de competencias digitales, que tiene un lugar destacado en los currículos educativos. La tecnología no puede quedar fuera de las aulas, tanto porque manejarla ahí puede ayudar a enseñar cómo darle un buen uso como porque hay materias en las que puede ayudar a un aprendizaje más eficaz. Y porque pueden venir más pandemias, momento en el que no volvería a quedar otro remedio que emplearlas, aunque debería hacerse teniendo en cuenta las lecciones aprendidas en 2020.
Se habla también de una nueva ley de protección de menores en internet, pero, tenga el contenido que tenga, debemos ser conscientes de que los esfuerzos de un país suponen poco, ya que el ámbito territorial de esa norma sólo podría ser España. Quizá sí sea útil como apoyo para iniciativas a nivel europeo, que tampoco podrían resolver el problema, pero suscitarían el debate en países donde no lo hay aún.
El ejemplo de los adultos
Que sea justamente a través de las redes sociales donde se ha venido incubando ese movimiento de padres debería quizá inducirnos a alguna reflexión: es posible que parte del problema con los menores proviene del ejemplo que damos los mayores sobre tiempos y tipos de uso de los móviles. El ejemplo es un arma poderosa, y es difícil pedir a un menor que deje de hacer algo si ve que sus padres lo hacen durante horas, y más si ven que a veces la atención que prestan al teléfono es mayor que la que les prestan a ellos o entre sí. Es cierto que muchos de los que debemos educar no tenemos habilidades para hacerlo, aunque en general, y visto lo visto, tampoco parece que estemos buscando muy activamente cómo adquirirlas.
Y junto a esto, van menguando también las habilidades para imponer normas domésticas: a bastantes les resulta más fácil no hacerlo y evitar los conflictos, aunque se sepa que volverán más tarde y que entonces su efecto será peor.
De hecho, algunos psicopedagogos consideran que esos movimientos colectivos de padres persiguen disponer del amparo de la ley para no ser así ellos quienes deban prohibirlo haciendo uso de su propia autoridad. Esto es parte del problema: el derecho de los padres a poner límites es indubitado y, de hecho, hay que recordar que el uso que el menor haga con el teléfono es responsabilidad legal de quien tenga su patria potestad (atención a las consecuencias de casos de ciberacoso, de difusión de vídeos o fotografías, etc.)
Límites en casa
Limitar es parte del proceso educativo normal y no debería ser parte de la discusión pública el decir que uno no puede hacer algo (limitar el uso en casa) porque sería el único que lo haría y su esfuerzo quedaría así en nada. La respuesta de ‘porque todos lo hacen’ sólo pueden usarla los menores, no quienes tenemos la responsabilidad de formarles. Pero para el que así piense, también pueden hacerse cosas: el movimiento iniciado en Cataluña pide por ejemplo que cada centro escolar publique el porcentaje de padres que se comprometen a no facilitar a sus hijos un móvil hasta determinada edad, lo que serviría de referencia para padres que deseen un ámbito escolar en el que haya un mayor o un menor control.
Tampoco caben las auto excusas frecuentes, del género de ‘hay urgencias, puedo necesitar localizarle’, etc. Para eso basta con un móvil sin conexión a Internet que pueda enviar SMS.
En general, las asociaciones de docentes apoyan estas reivindicaciones de los padres, pero, no obstante, algunas también reclaman que se dicten normas que les sirvan para amparar a los profesores frente a la hostilidad con la que algunas familias que no fijan limites se enfrentan a las restricciones que han ido imponiendo los centros (tensión esa que termina casi siempre por desautorizar ante los menores a una o ambas partes).
Son muchos los docentes que creen que las excepciones a esa futura limitación serán lo más importante de la norma: entienden que poder usar móviles en los centros es una ocasión para alfabetizar a los alumnos en su uso, cosa que en muchos casos no va a suceder en los hogares por desconocimiento, falta de interés o de atención por parte de los padres. Se debería tratar de aprovechar esto para convertir a las familias y a las escuelas en aliados en la formación digital de los menores.
De todo lo anterior parece deducirse que la prohibición no es el camino (los menores también tienen prohibido beber o fumar, con los resultados conocidos -dejando de lado que en esos casos el consumo siempre es perjudicial y que no hay un consumo seguro, punto que con el acceso a móviles si pudiese encontrarse), sino que los esfuerzos deben encaminarse a darle un uso diferente. Hay lugar para todo: la industria de las redes sociales y la de las telecomunicaciones pueden hallar fórmulas para cooperar en conseguirlo.
En España se está hablando de implantar un sistema tutelado por la AEPD y la FNMT a través del cual se expida una acreditación segura de edad que sea la que permita acceder a determinados contenidos. Esto plantea algunos inconvenientes prácticos (la plataforma no sería obligatoria, y, aunque lo fuera, el acceso siempre podría hacerse desde direcciones IP sitas en otras jurisdicciones), pero es al menos una línea de movimiento, y un mecanismo similar podría extenderse a redes sociales. Por el momento estas se niegan alegando que no hay una solución técnica viable que no implique la acumulación de datos personales de alto riesgo. Quizá ese tipo de solución debe ser el destino del proceso.
También hay otras señales, quizá todavía demasiado vagas, pero que deberían hacer que la industria resintonizará sus objetivos: asoma ya en algunas previsiones la idea de que poco a poco va extendiéndose una sensación de desconfianza en las redes sociales y de cansancio: Gartner vaticina que en 2025 la mitad de la audiencia de las redes las habrá abandonado, y que los que sigan en ellas tendrán la mitad de las interacciones que tienen ahora.
Entretanto, la reflexión debe comenzar por ser conscientes de los daños y problemas que se están causando, que, como hemos visto, pocas voces discuten, y que, con esa consciencia, pensemos en que límites que debemos razonablemente fijar a nuestros menores. Y quizá fijárnoslos también a nosotros mismos, como fuente de ejemplo que somos, y también en nuestro propio interés. Podemos comenzar por ser más selectivos en los usos que damos a la tecnología: hay mucho ahí para aprender y disfrutar, y, sin tener que renunciar a momentos de ese eterno desfile de imágenes y contenidos siempre parecidos que la mayoría percibe como un entretenimiento, quizá se pueden robar pequeñas cápsulas de tiempo para empezar a usar la tecnología de otro modo (un idioma, una disciplina que no dominamos, una nueva música, un periódico que no sea el nuestro, etc.) y emplear eso también como ejemplo para nuestros menores.
De momento, nosotros haremos dos cosas: poner una señal en el calendario a inicios de 2025 para revisar cómo se está cuadrando este círculo. Y poner en valor todo lo bueno que la tecnología trae a los menores (aprendizaje, hobbies…) sin por supuesto dejar de exponer las dificultades que existen hoy en día en torno al uso y la protección del menor.